La españa rota
España está rota, y no precisamente por culpa de las periferias
El gran debate del modelo territorial en España ha existido siempre aunque, de un tiempo a esta parte, ha tomado una intensidad vertiginosa. El Plan Hidrológico Nacional, el cambio de tercio en el govierno catalán, el caso Carod, la irrupción del Plan ibarretxe en la escena política española y, ahora, las elecciones en Euskadi, son algunos ejemplos de la coyuntura que ha vuelto a poner en evidencia la fragilidad de la estructura. Y de nuevo han vuelto los fantasmas de la división, de los nacionalistas, de los independentistas, de los unitaristas... y en ese enjambre de vicisitudes ideológicas, el posicionamiento de progresistas y conservadores en una u otra posición. Es viejo aquel antojo de una España "antes roja que rota", pero hoy se sigue luchando des de los nacionalismos para preservar su derecho, no solo a sentirse de donde uno es, sino de vivir conforme a este sentir.
Sea como sea nos encontramos con el mismo panorama de siempre. Los nacionalistas giran la espalda España mientras esta les ata a ella de una dudosa forma democrática. El gran problema no es el conflicto en sí, que es lógico y que seguirá existiendo aun si las naciones consiguen los objetivos ambicionados, sino el desequilibrio que se muestra en el conflicto. El poder está en el centro; en la periferia les queda no más que el amor a su causa para seguir resistiendo a las embestidas dsus adversarios. David lucha contra Goliat, aunque en este caso Goliat parece vencer razonablemente a David. Esta democracia de papel en la que vivimos pone en entredicho los derechos de los que se jacta continuamente cuando impide a catalanes y vascos vivir como quieren y no como, segun el poder, deben. Los instrumentos de la democracia sirven a los centralistas que, bajo nombres distintos e incluso ideas divergentes, se aseguran de que España siga siendo una pero, sobretodo, de que los independentistas no tenga voz. Y en una democracia, cuando una posición legítima no tiene voz, está siendo censurada. Alguien intentará arguir que Ibarretxe tiene voz cuando se le concede el púlpito del Congreso para exponer su plan. Pero resulta que en un sistema de libertades y, como no, de oportunidades, no basta con oir, hay que esuchar al que habla, pues de otro modo su verbo queda silenciado en las paredes del parlamento.
No se trata de justificar los nacionalismos, sino de reconocerles la marginalidad política a la que se les lleva relegando desde hace siglos. Los conservadores y algunos supuestos progresistas que demuestran su dudosa firmeza ideológica, se han apoderado del poder para dejar que los de la periferia hablen pero no sean escuchados y, de paso, para que sus ambiciones se conviertan en cortinas de humo con las que ocultar un debate demasiado vivo. Porque España ya está rota. Lo está desde hace mucho tiempo, el mismo que hace que las naciones están oprimidas. El invasor habla de fraternidad y solidaridad, el ocupado de derecho y libertad. Y mientras unos y otros esgrimen ideales tópicos para vestir sus cuerpos mellados, los mismos tópicos se encargan de convertir la lucha en una confusa contienda. Hasta el momento, los de arriba han conseguido mantener sus propósitos aunque el precio a pagar ha sido alto: la radicalización de la división. Nacionalistas y constitucionalistas ya no pueden mirarse a la cara y se rompa o no el país, las huellas son demasiado profundas para que ambos lados estrechen sus manos. Para siempre el odio vivirá en quienes son españoles por derecho y quienes lo son por imposición. El perfecto juego de equilibrios ha dado fruto, y cuanto más firme se pone el centralismo, más radical se muestra el secesionismo. España está rota, redundo, y solo cabe preguntarse quien la ha roto y quien, a fuerza de no querer ver, ha dejado ciego a media España para que no pueda ver a la otra media.
El gran debate del modelo territorial en España ha existido siempre aunque, de un tiempo a esta parte, ha tomado una intensidad vertiginosa. El Plan Hidrológico Nacional, el cambio de tercio en el govierno catalán, el caso Carod, la irrupción del Plan ibarretxe en la escena política española y, ahora, las elecciones en Euskadi, son algunos ejemplos de la coyuntura que ha vuelto a poner en evidencia la fragilidad de la estructura. Y de nuevo han vuelto los fantasmas de la división, de los nacionalistas, de los independentistas, de los unitaristas... y en ese enjambre de vicisitudes ideológicas, el posicionamiento de progresistas y conservadores en una u otra posición. Es viejo aquel antojo de una España "antes roja que rota", pero hoy se sigue luchando des de los nacionalismos para preservar su derecho, no solo a sentirse de donde uno es, sino de vivir conforme a este sentir.
Sea como sea nos encontramos con el mismo panorama de siempre. Los nacionalistas giran la espalda España mientras esta les ata a ella de una dudosa forma democrática. El gran problema no es el conflicto en sí, que es lógico y que seguirá existiendo aun si las naciones consiguen los objetivos ambicionados, sino el desequilibrio que se muestra en el conflicto. El poder está en el centro; en la periferia les queda no más que el amor a su causa para seguir resistiendo a las embestidas dsus adversarios. David lucha contra Goliat, aunque en este caso Goliat parece vencer razonablemente a David. Esta democracia de papel en la que vivimos pone en entredicho los derechos de los que se jacta continuamente cuando impide a catalanes y vascos vivir como quieren y no como, segun el poder, deben. Los instrumentos de la democracia sirven a los centralistas que, bajo nombres distintos e incluso ideas divergentes, se aseguran de que España siga siendo una pero, sobretodo, de que los independentistas no tenga voz. Y en una democracia, cuando una posición legítima no tiene voz, está siendo censurada. Alguien intentará arguir que Ibarretxe tiene voz cuando se le concede el púlpito del Congreso para exponer su plan. Pero resulta que en un sistema de libertades y, como no, de oportunidades, no basta con oir, hay que esuchar al que habla, pues de otro modo su verbo queda silenciado en las paredes del parlamento.
No se trata de justificar los nacionalismos, sino de reconocerles la marginalidad política a la que se les lleva relegando desde hace siglos. Los conservadores y algunos supuestos progresistas que demuestran su dudosa firmeza ideológica, se han apoderado del poder para dejar que los de la periferia hablen pero no sean escuchados y, de paso, para que sus ambiciones se conviertan en cortinas de humo con las que ocultar un debate demasiado vivo. Porque España ya está rota. Lo está desde hace mucho tiempo, el mismo que hace que las naciones están oprimidas. El invasor habla de fraternidad y solidaridad, el ocupado de derecho y libertad. Y mientras unos y otros esgrimen ideales tópicos para vestir sus cuerpos mellados, los mismos tópicos se encargan de convertir la lucha en una confusa contienda. Hasta el momento, los de arriba han conseguido mantener sus propósitos aunque el precio a pagar ha sido alto: la radicalización de la división. Nacionalistas y constitucionalistas ya no pueden mirarse a la cara y se rompa o no el país, las huellas son demasiado profundas para que ambos lados estrechen sus manos. Para siempre el odio vivirá en quienes son españoles por derecho y quienes lo son por imposición. El perfecto juego de equilibrios ha dado fruto, y cuanto más firme se pone el centralismo, más radical se muestra el secesionismo. España está rota, redundo, y solo cabe preguntarse quien la ha roto y quien, a fuerza de no querer ver, ha dejado ciego a media España para que no pueda ver a la otra media.
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