Amor sin sexo
La homosexualidad debe ser definitivamente aceptada
El progresismo del siglo XX se ha encargado, con admirable tenacidad, de corregir los errores que la Historia nos ha legado para así ir construyendo una sociedad cada vez más pulcra y libre de resquicios insalvables. Así por ejemplo, al progresista del siglo XX se le ha metido entre ceja y ceja alcanzar la libertad no solo debida sino además natural, entre el hombre y la mujer, o la tolerancia entre seres humanos étnicamente distintos. En todos esos grandes aspectos se ha evolucionado con un discreta pero laborioso éxito, y hoy por hoy los objetivos son parcialmente alcanzados. Pero en uno de estos grandes temas que el progresismo moderno ha pretendido -o no- cambiar con un éxito más discutible es el triunfo de una sociedad libre de prejuicios acerca de las libertades sexuales de cada uno. Por ello, aunque se ha luchado, uno escucha aún los mismos chistes de maricones por la calle, aún se ve inundado por la intolerancia hacia los homosexuales, por los sórdidos insultos y miradas de altivez contra hombres que aman a hombres.
La Historia misma nos ha demostrado que la homosexualidad, evidentemente, no hace inferior a nadie ni física ni intelectualmente. Grandes plumas han vertidos preciosos sonetos de las manos de homosexuales. Y grandes filósofos, y grande scineastas, y grande spintores... Así, leyendo a Cernuda estoy leyendo a un maricón, sí, pero estoy leyendo además a una alma exquisita; y muchos otros nombres podría citar para terminar con el absurdo convencimiento que el amor tiene algo que ver con la mente. Más allá, pero, de lo puramente convencional, lo que produce el hastío en este punto de la historia, es que aún sigamos cercando guetos entorno a los cuerpos atados pro amor. Quiero decir que los víncluos afectivos nada tienen que ver con el sexo de quienes los forman, y que el amor debe ser, por encima de todo, libre. Desde la religión se impone que el mundo debe ser construdios por parejas de Adanes y Evas, pero la lógica racional nos invita a creer que si Adán ama a otro Adán, no debe conformarse con Eva.
Lo duro de esta cruda historia está en las calles. Concretamente en los miles de seres enamorados que renuncian, o deben hacerlo, a sus sueños por no romper con la convencionalidad y, sobretodo, con las buenas miradas de los ciudadanos de a pié que, a pesar de todo, creen ser tolerantes. El qué dirán ha roto, estoy seguro, incontables historias de amor. Historias que jamás deberían haber sentido sobre sí el peso del juicio moral ajeno pero que, en una sociedada éticamente encarcelada, aún lo sienten, y lo callan. Porque el silencio entorno a la homosexualidad siempre ha estado ahí, y ha hecho más daño que las palabras mismas. Un silencio vejatorio siempre será más disuasorio que una palabra soez, porque lo que se calla, más que lo que se habla, es lo que vive en el corazón de las masas sociales. Y hay que reconocer, más tarde que temprano, que ni el progresismo ha conseguido que a estas alturas de la evolución humana, un hombre bajo una sábana con otro hombre, deje de producir menosprecio. Reconocerlo sería el principio para solucionar el dramático problema.
Los huérfanos de amor que militen en la heterosexualidad deberían envidiar a aquellos que, siendo del mismo sexo, se aman clandestinamenete sin poder consensuar su amor. Porque ellos poseen la virtud de querer y ser queridos y no hay tesoro en el mundo más jocoso que ese. La ley moral es artificial, el amor no, y lo artificial jamás podrá vencer a lo natural. Sus raíces son demasiado fuertes, y el amor no puede sucumbir al desprecio ajeno, a la envidia o a la irracionalidad ampulosa. Aquellos que se aman, sea cual sea su orientación sexual, digan lo que digan sus genes, seguirán amándose más allá de prohibicionismos aburdos, legales o no. De nosotros depende que este seguir amándose pueda tener una respuesta feeciente, que pueda exhibirse, en definitiva, en las calles con pleno orgullo. Y diga lo que diga el progresismo -al que hay que reconocerle la lucha- y que el govierno español legalice los matrimonios homosexuales, no cambia las cosas. Porque las cosas cambiarán, sólo, cuando podamos ejercer nuestro derecho a amar sin tener que pedir perdón, cuando seamos capaces, en definitiva, de no ponerle sexo al amor, de conseguir un amor sin sexo.
El progresismo del siglo XX se ha encargado, con admirable tenacidad, de corregir los errores que la Historia nos ha legado para así ir construyendo una sociedad cada vez más pulcra y libre de resquicios insalvables. Así por ejemplo, al progresista del siglo XX se le ha metido entre ceja y ceja alcanzar la libertad no solo debida sino además natural, entre el hombre y la mujer, o la tolerancia entre seres humanos étnicamente distintos. En todos esos grandes aspectos se ha evolucionado con un discreta pero laborioso éxito, y hoy por hoy los objetivos son parcialmente alcanzados. Pero en uno de estos grandes temas que el progresismo moderno ha pretendido -o no- cambiar con un éxito más discutible es el triunfo de una sociedad libre de prejuicios acerca de las libertades sexuales de cada uno. Por ello, aunque se ha luchado, uno escucha aún los mismos chistes de maricones por la calle, aún se ve inundado por la intolerancia hacia los homosexuales, por los sórdidos insultos y miradas de altivez contra hombres que aman a hombres.
La Historia misma nos ha demostrado que la homosexualidad, evidentemente, no hace inferior a nadie ni física ni intelectualmente. Grandes plumas han vertidos preciosos sonetos de las manos de homosexuales. Y grandes filósofos, y grande scineastas, y grande spintores... Así, leyendo a Cernuda estoy leyendo a un maricón, sí, pero estoy leyendo además a una alma exquisita; y muchos otros nombres podría citar para terminar con el absurdo convencimiento que el amor tiene algo que ver con la mente. Más allá, pero, de lo puramente convencional, lo que produce el hastío en este punto de la historia, es que aún sigamos cercando guetos entorno a los cuerpos atados pro amor. Quiero decir que los víncluos afectivos nada tienen que ver con el sexo de quienes los forman, y que el amor debe ser, por encima de todo, libre. Desde la religión se impone que el mundo debe ser construdios por parejas de Adanes y Evas, pero la lógica racional nos invita a creer que si Adán ama a otro Adán, no debe conformarse con Eva.
Lo duro de esta cruda historia está en las calles. Concretamente en los miles de seres enamorados que renuncian, o deben hacerlo, a sus sueños por no romper con la convencionalidad y, sobretodo, con las buenas miradas de los ciudadanos de a pié que, a pesar de todo, creen ser tolerantes. El qué dirán ha roto, estoy seguro, incontables historias de amor. Historias que jamás deberían haber sentido sobre sí el peso del juicio moral ajeno pero que, en una sociedada éticamente encarcelada, aún lo sienten, y lo callan. Porque el silencio entorno a la homosexualidad siempre ha estado ahí, y ha hecho más daño que las palabras mismas. Un silencio vejatorio siempre será más disuasorio que una palabra soez, porque lo que se calla, más que lo que se habla, es lo que vive en el corazón de las masas sociales. Y hay que reconocer, más tarde que temprano, que ni el progresismo ha conseguido que a estas alturas de la evolución humana, un hombre bajo una sábana con otro hombre, deje de producir menosprecio. Reconocerlo sería el principio para solucionar el dramático problema.
Los huérfanos de amor que militen en la heterosexualidad deberían envidiar a aquellos que, siendo del mismo sexo, se aman clandestinamenete sin poder consensuar su amor. Porque ellos poseen la virtud de querer y ser queridos y no hay tesoro en el mundo más jocoso que ese. La ley moral es artificial, el amor no, y lo artificial jamás podrá vencer a lo natural. Sus raíces son demasiado fuertes, y el amor no puede sucumbir al desprecio ajeno, a la envidia o a la irracionalidad ampulosa. Aquellos que se aman, sea cual sea su orientación sexual, digan lo que digan sus genes, seguirán amándose más allá de prohibicionismos aburdos, legales o no. De nosotros depende que este seguir amándose pueda tener una respuesta feeciente, que pueda exhibirse, en definitiva, en las calles con pleno orgullo. Y diga lo que diga el progresismo -al que hay que reconocerle la lucha- y que el govierno español legalice los matrimonios homosexuales, no cambia las cosas. Porque las cosas cambiarán, sólo, cuando podamos ejercer nuestro derecho a amar sin tener que pedir perdón, cuando seamos capaces, en definitiva, de no ponerle sexo al amor, de conseguir un amor sin sexo.
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