De Berlín a Villaverde: un grito contra el racismo
El nazismo revive en los suburbios 60 años después de su derrota
Hace hoy mismo 60 años, la URSS junto a las fuerzas demócratas derrotaban el nazismo en su casa. Su derrota suponía, también, la derrota de un conjunto de valores que carecen de una base humana para contruir una sociedad justa y libre; entre ellas, el racismo. Más de medio siglo más tarde, en un pequeño distrito de Madrid, un joven dominicano mata a un joven español, Manu, y los ciudadanos se lanzan a las calles contra los immigrantes. Los brotes racistas que en los últimos años se han registrado en España -en El Ejido, en Ca n'Anglada o ahora en Villaverde- son terriblemente preocupantes, no por su gravedad sino porque suponen una traición a la memoria histórica y un error de relatividades.
El paralelismo histórico que la casualidad ha querido relacionar con los hechos de Villaverde y la celebración de la muerte política -no ideológica- del nazismo, es a la vez una contradicción que asusta asusta porque cuesta creer que se den sobre bases democráticas comportamientos de este tipo, que pueda clamarse a voces contra ciertos colectivos un grito de venganza. La libertad y la igualdad quedan en entredicho porque la fraternidad entre autóctonos e immigrantes se rompe cuando la extrema derecha arrastra a los vecinos al grito y a la absurdidad. La ignorancia, o quizás el olvido consciente de estos vecinos, es lo que convierte en meros retazos el lúcido cristal de la historia; y la historia es siempre civismo. Los que gritaron insultos aberrantes contra quienes no tenían más culpa que nacer donde han nacido se avergonzarían de verse en tales circunstancias en ojos de quienes han sentido en sus carnes la violencia racista. Se avergonzarían si supieran, si tan sólo aprendieran que la historia enseña a no colectivizar a los individuos, sino a trabajar para levantar sociedades justas y sin ojos que discriminen. Mientrastanto, los iummigrantes que posados en sus balcones asumían sumisos su rol y recibían esclaofriantes insultos del descerebrado rebaño de vecinos, se preguntaban seguramente si el color de su piel, su origen o su condición de immigrantes era justificación suficiente para ser, además, un asesino a imitación del jóven dominicano que apuñaló a Manu. Alguien sensato tendría que respnderles tajantemente que no.
Lo que realmente preocupa es la volatilidad de aquellos vecinos que gritaban. Ello nos abre los ojos ante la necesidad cada vez más imperante de educar. Educar para civilizar, para convertir a nustros hijos y futuros ciudadanos independientes en hombres cultos que puedan decidir por sí mismos. De no ser así, como se ha hecho recientement en Villaverde, los grupos fascistas de ultraderecha -y otros colectivos que se nutren de cabezas sin cerebero- se apoderaran de ellos para contruir muros de resistencia que defiendan lo suyo. Si es cierto aquello que el saber hace libre al hombre, lo de ahier fue una manifestación de incultos, de ignorantes y meros siervos del que manda. Este sí, este no carece de educación aunque esa sea equivocada. Así, el fascista culto, mínimamente formado, que se cree lo que grita, ata sus hilos a manos i piés de quienes gritan lo que no creen, o que simplemente gritan.
Los "hijos de puta" no eran los immigrantes inocentes sino los que se encargaron de convertirlos en culpables. El racismo, desafortunadamente, cuenta aún con un gran apoyo en la sociedad española. No sólo se nutre de pieles fascistas, sino de meros demócratas simpatizntes quizás de partidos de izquierda, que se tragan el discurso del nacionalismo español o de la delicuencia inherente a la immigración. La responsabilidad y la esperanza de cambiarlo todo, depende ahora de las organizaciones que aún creen lo contrario y de los ciudadanos que creemos humildemente que los tópicos ón, casi siempre, tan absurdos como quienes los toman como estandarte. Hablar a nuestros hijos de ello y educarlos para juzgar a los demás con los ojos cerrados y el corazón abierto puede relativizar esos tópicos. De momento, Berlín nos recuerda una tragedia que se repite en pequeñas porciones, y debemos hacer de esa Historia un algo que ayude a no repetirla.
Hace hoy mismo 60 años, la URSS junto a las fuerzas demócratas derrotaban el nazismo en su casa. Su derrota suponía, también, la derrota de un conjunto de valores que carecen de una base humana para contruir una sociedad justa y libre; entre ellas, el racismo. Más de medio siglo más tarde, en un pequeño distrito de Madrid, un joven dominicano mata a un joven español, Manu, y los ciudadanos se lanzan a las calles contra los immigrantes. Los brotes racistas que en los últimos años se han registrado en España -en El Ejido, en Ca n'Anglada o ahora en Villaverde- son terriblemente preocupantes, no por su gravedad sino porque suponen una traición a la memoria histórica y un error de relatividades.
El paralelismo histórico que la casualidad ha querido relacionar con los hechos de Villaverde y la celebración de la muerte política -no ideológica- del nazismo, es a la vez una contradicción que asusta asusta porque cuesta creer que se den sobre bases democráticas comportamientos de este tipo, que pueda clamarse a voces contra ciertos colectivos un grito de venganza. La libertad y la igualdad quedan en entredicho porque la fraternidad entre autóctonos e immigrantes se rompe cuando la extrema derecha arrastra a los vecinos al grito y a la absurdidad. La ignorancia, o quizás el olvido consciente de estos vecinos, es lo que convierte en meros retazos el lúcido cristal de la historia; y la historia es siempre civismo. Los que gritaron insultos aberrantes contra quienes no tenían más culpa que nacer donde han nacido se avergonzarían de verse en tales circunstancias en ojos de quienes han sentido en sus carnes la violencia racista. Se avergonzarían si supieran, si tan sólo aprendieran que la historia enseña a no colectivizar a los individuos, sino a trabajar para levantar sociedades justas y sin ojos que discriminen. Mientrastanto, los iummigrantes que posados en sus balcones asumían sumisos su rol y recibían esclaofriantes insultos del descerebrado rebaño de vecinos, se preguntaban seguramente si el color de su piel, su origen o su condición de immigrantes era justificación suficiente para ser, además, un asesino a imitación del jóven dominicano que apuñaló a Manu. Alguien sensato tendría que respnderles tajantemente que no.
Lo que realmente preocupa es la volatilidad de aquellos vecinos que gritaban. Ello nos abre los ojos ante la necesidad cada vez más imperante de educar. Educar para civilizar, para convertir a nustros hijos y futuros ciudadanos independientes en hombres cultos que puedan decidir por sí mismos. De no ser así, como se ha hecho recientement en Villaverde, los grupos fascistas de ultraderecha -y otros colectivos que se nutren de cabezas sin cerebero- se apoderaran de ellos para contruir muros de resistencia que defiendan lo suyo. Si es cierto aquello que el saber hace libre al hombre, lo de ahier fue una manifestación de incultos, de ignorantes y meros siervos del que manda. Este sí, este no carece de educación aunque esa sea equivocada. Así, el fascista culto, mínimamente formado, que se cree lo que grita, ata sus hilos a manos i piés de quienes gritan lo que no creen, o que simplemente gritan.
Los "hijos de puta" no eran los immigrantes inocentes sino los que se encargaron de convertirlos en culpables. El racismo, desafortunadamente, cuenta aún con un gran apoyo en la sociedad española. No sólo se nutre de pieles fascistas, sino de meros demócratas simpatizntes quizás de partidos de izquierda, que se tragan el discurso del nacionalismo español o de la delicuencia inherente a la immigración. La responsabilidad y la esperanza de cambiarlo todo, depende ahora de las organizaciones que aún creen lo contrario y de los ciudadanos que creemos humildemente que los tópicos ón, casi siempre, tan absurdos como quienes los toman como estandarte. Hablar a nuestros hijos de ello y educarlos para juzgar a los demás con los ojos cerrados y el corazón abierto puede relativizar esos tópicos. De momento, Berlín nos recuerda una tragedia que se repite en pequeñas porciones, y debemos hacer de esa Historia un algo que ayude a no repetirla.
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